El fogonero al que llamaron "gente"



Al acercarme sentí su calor fluir en mis entrañas. La sangre hervía y escuche a mis venas gritar de angustia. Cualquier imagen o recuerdo albergado se difuminaba como esperma. La llama se extendía cada vez más fuerte entre las paredes de hierro. Una lluvia de estrellas vino a parar a mis poros, como punzadas dolientes y las restantes como luciérnagas orbitando en torbellino. Di un paso atrás ante la fuerza de su fuego. El piso se movió lentamente. La inercia me arrojo repentinamente hacia atrás pero alcance a aferrarme a una de las ventanas para no caer. Me deje resbalar suavemente por la pared de hierro mientras observe el estrecho rincón donde me encontraba. Sin entenderlo mis manos se refrescaron en un frió suelo, en un hierro abandonado a la intemperie y fue cuando escuche las ruedas chasquear en coro. Reconocí la pesada puerta abierta de la caldera, la palanca del silbato, el inversor de marcha, las válvulas de agua, el dínamo, el acelerador y el freno. Todas las partes me eran familiares sin embargo no recordaba haber estado allí nunca. Un sonido certero penetro mis tímpanos. Indudablemente era la chimenea del tren y su característico silbato de partida. Cada vez más repetitivo e intenso. Tape mis oídos para no ensordecer, pero el tren se empecinaba en gritar de delirio. A los pocos segundos fue insoportable, se encontró al galope con mis latidos. Cerré los ojos fuertemente. Cuando el tren arranco apreté los dientes, el ruido devoró mis nervios, me enrolle fetal en estado de alerta y experimente el vértigo del miedo. La brisa pasaba por la cabina sin ventanas. Era un aire frio que refrescaba el calor del carbón en fuego. La velocidad cada vez fue mayor, sabía que no debería estar allí, sin destino aparente el miedo se intensificó, me puse de pie rápidamente, mirando en todas direcciones sin reconocer el paisaje nocturno. Un súbito instante de lucidez me permitió reaccionar y sin pensarlo me arroje por la borda sin medir consecuencias. Antes de caer pasaron varios vagones tras de mí. El suelo empantanado me recibió solidariamente, después de dar unos giros, quede de bruces. El calor desapareció. El miedo me embargo nuevamente al verme frente a la locomotora de un tren antiguo detenido como un monumento aunque la luz seguía emanando fortuita desde el interior.Lagrimas de desespero se fundían con las palmas de las manos. ¿Dónde estaba? Así que corrí hasta que la fatiga me venció.

Habría avanzado ya varios kilómetros, por un camino de piedra y un barrancal de tierra amarilla y negra. Encontré una carretera que debería llevarme con seguridad a la cabecera municipal. Ya un poco más tranquilo recordé la escena. Traté de reconocer la maquina, me fue familiar. En su costado tenía en letras grandes y amarillas un letrero: FC DE LA S. Indudablemente se trataba de una Locomotora Córdoba, una de las primeras máquinas que se pusieron al servicio en Bacatá a partir de 1886. Recuerdos extraños llegaban a mi mente: era una tarde del 20 de Julio, se veían banderas del país en los pórticos, la gente se arremolinaba ante una gran máquina de vapor que silbaba a punto de emprender su marcha, los voladores soplaban y estallaban sincronizadamente, en la parte delantera una gran cinta de letras doradas con el año de 1889 anunciaba la inauguración de la ruta que comunicaría con Faca y Zipaquirá. Luego, el año me conecto cincuenta años atrás y otra escena dominaba mis pensamientos. El miedo y la fuerte respiración acompañaban los gritos de dolor de un indio amarrado a una estaca, su sangre corría en ríos sinuosos por su piel expuesta al látigo y a la tortura. Vi sus ojos y recordé su nombre: Saxagipa. El último Zipa de Bacatá a punto de morir en manos del asesino Quesada. Eran los inicios de 1539, 350 años antes del ensordecedor silbato del tren. El silbato desapareció transformándose en un fuerte grito de dolor, era el desesperado llanto de una madre saliendo a empujones de su casa. Sentí su mano en mi pecho y perdí el equilibrio, tropecé contra la pared. Detrás de él, un padre incrédulo me asediaba. Sí, le respondí con fuerza y dolor, ¡están muertos! Giré y vi una nevera algo desgastada, en ella un calendario del año 1988.

La pequeña jugarreta de la mente no me ayudo, el corazón de nuevo comenzaba a latir con fuerza. Nunca había estado en ninguno de estos lugares. Nunca pude estar allí. Había nacido en el 1939, tenía 31 años y para agosto de 1989 estaría cumpliendo los 50. Era lo único que realmente recordaba con certeza: mi edad.

Los primeros colores en el horizonte me anunciaban la cercanía de la mañana y con resignación continúe caminando. Unas horas después el sol amenazaba con erguirse vertical sobre mi espalda. Después del medio día una pequeña neblina se alzaba a los lejos sobre el húmedo asfalto, dando la impresión de que la carretera se perdía en el horizonte como una gran serpiente negra penetrando las quietas aguas de Iguaque. La soledad resultaba tranquilizante. Pensaba en mi hamaca – ese abismo que me acunaba y acogía mi fluido latir de aguas anegadas en las noches solitarias, no resultaba necesaria. Con tranquilidad pensaba en la locomotora - ¿en su abandono, como mantenía su fuego? Me detuve al percatar que no existía ningún recuerdo más y que la idea de futuro no definía siquiera el caminar hacia adelante.

Una silueta parecía agrandarse lentamente y de improvisto. En un sin-tiempo no comprendía el acercamiento. Tomo la forma de un viejo camión Ford A de 1930. No comprendí porque le llamé viejo, o porque le llamé Ford . -era algo familiar en esas palabras-. Si, ¡El Viejo Ford! reafirme. Levantó algo de polvo al pasar a mi lado, llegué a creer que no lo abordaría, pero su silueta, después de encogerse un poco, se detuvo. Bajó un hombre algo delgado de trenzados cabellos largos. Totalmente ectofromo. Su camisa aferrada al cuerpo se confundía con su piel y dejaba ver su extraña barriga. Un pequeño vientre desagradable que sobresalía en su frágil cuerpo enjuto. Soportaba estoico el frio. Cargaba un delantal de cuero desgastado. Cabello graso y rostro someramente lampiño. - ¿Que espera? ¡Suba o le cojera de nuevo la noche! – Gritó. Hasta ese momento me di cuenta, que había caminado noche y día. El sol empezó a ocultarse en una densa bruma.

Subí al camión. Sus manos delgadas pero fuertes tomaban el volante con firmeza sobresaliendo sus gruesos nudillos. Su brazo izquierdo descansando en la ventana mordiéndose el dedo índice como a punto de llorar, pero no me atreví a preguntar. Detallé una foto de un niño en el espejo retrovisor y de el colgaba una pequeña alpargata. Se sentía un fuerte olor a tabaco que también me fue familiar. Finalmente me dormí.

En la oscuridad un dolor en el cuello me despertó, no sé cuanto llevaba dormido. Lo mire con cautela, su aspecto era idéntico al de la tarde. Sus ojos taciturnos, perdidos en el camino y su puño en la boca, mordiéndose. Mire al camino y de nuevo la sensación de no ir a ninguna parte. Lo único cambiante en el paisaje eran unas líneas blancas que se repetían incontables. ¿A dónde vamos? Me arriesgué a preguntar. -Al fin del tiempo- respondió. Zozobre. Estalle en cólera, golpee el techo y empecé a gritar para que se detuviera. ¿En dónde me encuentro? ¿Cómo llegue acá? Me tomé el rostro, me jale el pelo sintiendo de nuevo el vértigo del miedo. Traté de abrir la puerta para saltar pero el carro frenó inesperadamente, fui a dar contra el panorámico. Escuche el estruendo del vidrio sobre la frente y un dolor de cabeza muy familiar me embriago. Sin saber más por aquella noche.

Desperté acostado en una estera, la oscuridad me afligió. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la poca luz que emanaba de afuera. La herida en la frente sangraba constantemente, pero ni me dolía, ni empañaba mis ropas más de lo necesario. Era un cuarto pequeño. En la pared colgaban tres palas y unos cuantos costales. En el techo una capa de hollín y todo alrededor era negro. En los rincones las telarañas parecían cortinas de velos grisáceos, vi algunas arañas pero no me atemorizaron. Revisé la puerta, estaba cerrada por fuera, resignado me senté recostado contra ella. Delante de mí se alzaba una montaña de carbón mineral. ¿Qué podía hacer? Ya no tenía recuerdos, no añoraba el pasado, no vislumbraba el futuro y para ese momento de patético dolor, ya no sabía quién era. Solo observé un haz de sol bajar lentamente entre las ranuras verticales, el sol pinto de color el cielo, sumergiéndose entre las montañas y ya jamás amaneció.

Desperté no sé cuándo. Pero allí estaba, de nuevo en el camión por la solitaria carretera. Noche y neblina oscurecían el paisaje a tal extremo que creí pasar por un túnel, la luz solo iluminaba la carretera, pero no se observaba nada. Íbamos de regreso. No había nada que me lo mostrara pero extrañamente los sabía. Lo observé detenidamente, parecía tranquilo, con su mirada en el horizonte y comprendí que era inevitable seguir a su merced. Ya no tenía el rostro apesadumbrado del día anterior. Y en su mano sostenía un tabaco, que casi mantenía en su boca. Definí una pequeña herida en su dedo y su sangre seca hacia juego con el color del tabaco y su piel atizada por el carbón. Noté que tendría unos cincuenta años. Mientras lo estudie no giró la mirada, solo fijaba sus ojos en el camino y exhalaba grandes bocanadas de humo que me brindaron serenidad y algo de confianza.

A lo lejos apareció una luz en el camino. No podía dar crédito a mis ojos, el hombre me llevaba finalmente a algún lado. – quizás para liberarme- pensé algo esperanzado. La luz se hizo cada vez más fuerte. Provenía de un antiguo edificio, de un solo piso pero muy alto. Paró el camión y se bajó. Lo seguí. En la puerta principal había un aviso oxidado: “ESTACIÓN DE FERROCARRIL NORDESTE”. Caminé bajo el pórtico. Era un gran salón oscuro, su piso en piedra era testigo de muchos pasos. En el centro, una fuente de piedra en desuso y en la esquina posterior otra puerta grande antecedida de una pequeña taquilla. Al penetrar en el lugar, volaron pájaros entre los troncos del techo, casi a punto de caer. De nuevo las telarañas, como espesas cortinas. Al acercarme a la fuente, escuche a un niño jugar, un llamado de su madre y los consecuentes pasos alejándose. Escuche gente sonreír, hablar y el silbato del tren anunciando su partida. En la taquilla, un huraño servidor de gafas redondas me miró diciéndome con algo de poder: -¡Que espera, el tren está a punto de partir! ¡A trabajar, a trabajar! ¡Estos indios no sirven sino para estorbar¡ Indio? Me pregunté. Que tendría yo de indio? Simplemente le obedecí, llegué hasta la zona de descargue donde sentía gran movimiento. Cuando observé el monstruo mecánico, la respiración se me cortó, los momentos de aplomo se esfumaron. Sobrevino el escalofrió y recordé que de niño le temía a los trenes. No comprendí porque el recuerdo me resultaba trágico. El miedo me embriago nuevamente y salte de la plataforma para huir. Corrí con desespero. Tropezaba frecuentemente, hasta la última respiración. El sonido majestuoso del tren se acercaba. Corría por la carrilera sin poder alejarme de ella. -Es el poder de la memoria que deja instantes imborrables, inmodificables-. En medio de la fatiga me rendí, la luz se acercó por completo, los antebrazos taparon mis enceguecidos ojos por la luz y grité. Una mano fuerte me agarraba el brazo y sacudiéndome violentamente me sacaba del camino. El tren pasó tras de mí, pero en un segundo desperté nuevamente sentado en el camión, viajando a ninguna parte y con el hombre que aun me cogía fuertemente el brazo. Tomaba una bocanada de aire. El fuerte aroma del tabaco penetró mi garganta y la boca reconoció de inmediato la agria presencia. El hombre me ofreció el tabaco, y plácidamente me entregué a sus encantos, a su mágica presencia milenaria. Llegó la paz, sentí sangrar aun la herida de la frente pero una eternidad colmo mis miedos. Me ofreció uno entero pero lo guarde en un bolsillo.

Sin esperarlo, señaló la foto en el retrovisor y comenzó a hablar:

- Cuando mi hijo se negó a acompañarme la última vez, lo encerré en el depósito de carbón-

En medio de la obviedad pregunte: - ¿Por algún motivo especial?

– Se negaba a seguir mis pasos – respondió. En estas tierras hace muchos años vivían Gentes a los que les apodaban moscas. Muchos tenemos en la sangre algo de su fuerte fuego en nuestras venas-

Escupió por la ventana y continúo con nostalgia. -El fuego limpia, por eso me dedique a atizar el fuego del tren -ya sin tierras- esa fue la salvación de la familia-

Me avergoncé.

¿Y qué paso con esas “gentes”? pregunte, para hacer confianza.

Han venido muriendo en el olvido. Se está perdiendo todo y los hijos no quieren saber nada. Se muestran reacios a aprender los caminos de Sie.

¿De Sie? Pregunte.

Sí, del “agua”.

Gire la mirada tras la ventana a la carretera. Solo había agua. Me dio la sensación de estar atravesando un rio en una barca, y sentí mareo. Cerré los ojos y respire sin dejarme embriagar de miedo.

Sin abrir los ojos, hice como si todo fuera normal y pregunté – ¿Y… a donde vamos? – Era la primera vez que hablaba con él y por supuesto tenía la oportunidad de aclarar mis dudas, no podía dejar perder la oportunidad que me brindaba, aunque el sujeto no era de muchas palabras.

- A la Estación de Tunja, por supuesto- y luego agregó con un toque de arrepentimiento:

- No debí obligarlo, le tenía miedo a los trenes-

En poco tiempo (si los pocos tiempos aun podría descifrarlos) estábamos en el edificio anterior. Entré hasta la fuente donde brotaba agua limpia. Tomé un sorbo. Vi al niño jugar con unos barquitos de papel, riendo y atendiendo el llamado de su madre. El hombre se acercaba a la taquilla con una pala sobre sus hombros. Detrás de la ventanilla la voz anterior gritaba: ¿Que espera fogonero? ¡El tren va a partir¡ ¡a trabajar¡¡Que para eso se le paga! - Me sonrió humillante. Me llevó hasta la locomotora pero ya no tenía miedo ni ganas de correr. Saqué el tabaco, lo encendí y me dispuse a iniciar la tarea, como si ya la conociera. Al rato me encontraba atizando el fuego y el momento me conmovió. No me canse, era un instante que se repetía tan rutinario que me distraje por completo. Pasarían horas, días, tal vez semanas. El sosiego fue tal, que en un momento de levedad, me encontraba al borde de la puerta. No percibí la velocidad del tren a mis espaldas, ni el viento frio, ni el calor que emanaba de la caldera. Y en los últimos momentos de cordura, traté de robarle otro instante a la memoria, así que solté la pala y me deje caer de bruces hacia atrás.

La fuerte mano se aferró a mi brazo y me empujo con brusquedad. Desperté de aquel letargo. Volvió el miedo, la angustia y la fatiga. La escena cambio de repente, estaba a segundos de ser arroyado por un tren. Vi tan encima la luz que respiré la muerte. Sobrevino el empujón eficaz, y volé unos dos metros al lado de la carrilera, mientras un grito de miedo salió de mi garganta. Todo ocurrió pausadamente, instante por instante, cuadro a cuadro. Antes de caer al suelo el tren hizo contacto con el fogonero. Alcance a ver sus ojos estrellarse contra el hierro, su mentón torcerse, desfigurar su rostro, destrozar su brazo, su tronco, romper sus piernas, vi gota a gota el flujo de sangre, carne y sesos que chispearon el ambiente, de soslayo vi sus ojos desvanecer y vi una débil sonrisa de satisfacción.

La tristeza me colmó. Indistintas voces llegaban a la mente asediándome a coro con el ruido del los eternos vagones pasando frente a mí. Voces que se transformaban en palabras que indescifrables.

¡ATAAAAAA…! ¡BOSAAAAA…..! ¡MICAAAAAA…! ¡fhiscaaaaa….! ¡Hijos de la tierra mueren….mueren……mueren…..! ¡Xueeeeee……! ¡Recuerda Victor…Recuerda….! ¡Veras morir a los tuyos….! ¡Letra muerta….! ¡MUE…! ¡moriras con ellos…. Moriras… a los 50…! ¡GUEBOSA ASAQUI UBCHIHICA…! ¡recuerda a los cincuenta….! ¡GATAZBQUYSGUA….Hacer fuego… HACER FUEGOOOOO!

Me tape los oídos con las palmas para no oír mas, pero fue inoficioso.

La tristeza me colmo, tome el camión con deseo de huir de ese mundo de tiempos indescifrables. Aceleré, tome la vía nuevamente, y atrás quedaron las voces con el sonido del tren. Ardían mis ojos. La ansiedad de llegar a algún lado me mantuvo despierto vario tiempo. Aceleraba al tope. Hasta que la impaciencia fue vencida. El sueño me doblegó. En el último parpadeo, solté el manubrio. A medio dormir vi como me salía de la carretera. Traté de retomar el curso, de frenar, de remediar mi acto, pero fue tarde. Fui a dar directo contra un árbol. Una fuerza me llevó hacia delante y fui a dar contra el panorámico. Escuche el estruendo del vidrio sobre mi frente. Fue un instante de fugas cambio, como sumergirse en agua helada, como caer en picada en las fauces voraces de un volcán en erupción.

Desperté no sé cuándo. Pero allí estaba, de nuevo en el camión por la solitaria carretera. Íbamos de regreso. No había nada que me lo mostrara pero extrañamente lo sabía. Lo observe detenidamente, parecía tranquilo, con su mirada en el horizonte y comprendí que era inevitable seguir a su merced. Ya no tenía el rostro apesadumbrado del día anterior.

Y en su mano sostenía un tabaco, que casi mantenía en su boca. Definí una pequeña herida en su dedo y su sangre seca hacia juego con el color del tabaco y su piel atizada por el carbón.... comprendí que ese mundo el tiempo era cíclico y que entre más luchaba por salir de la escena, algo me traía a ese instante. Así que no luche.

El tiempo se desató como una serpiente que huye en línea recta después de estar enroscada en estado de alerta. Llegó de nuevo el pasado pero no significó más que algunas experiencias y momentos, los suficientes, realmente. Una rutina se fijó en el inconsciente y el futuro no avanzaba más de unos pocos días. De esta manera los recuerdos llegaron. Tomé la foto en el espejo, me reconocí a los doce años. Cuando mi padre moría salvándome de ser arroyado por el tren. No hable.

Después de la muerte de “Paba”, mi padre, en medio de mis culpas había continuado con su trabajo de fogonero a pesar de mis miedos. Me avergonzaba que supieran que mi padre descendía de aquellas personas a las que les llamaba “gentes”. Luche por sobrevivir sin familia en las tierras del zaque siendo mestizo-descendiente. En medio de un adelantado desarrollo que negaba mis ancestros. Quise reencontrarme con ellos, aprendí las algunas bondades del tabaco y la osca. Tras la resignación cultivé un solitario amor por el fuego, y un rechazo a la mecánica utilización del ser humano, al trato infame del taquillero que no desperdiciaba oportunidad para humillar, sin contar al maquinista que no encontraba el momento de llamarme indio para fastídiame.

Tendría unos treinta años cuando una tarde unas “gentes” me pidieron que los dejara subir de polizones escondidos en el vagón del carbón. Querían huir de la miseria, creían que en la capital, las cosas estarían mejor. El plan no fue el mejor, en medio de la estreches fueron sorprendidos por el maquinista antes de emprender la marcha. Tras una discusión fuerte, así como quise escapar de niño, quise librarme. Salí corriendo. Regrese al viejo Ford. La rabia aun me tenía atrapado, encendí un tabaco pero esta vez su poder mágico se esfumaba como producto de la ira y el desasosiego. Maldije a los ancestros, a mi padre. A este mundo donde no encontraba cabida alguna. Y finalmente me embriague. A la madrugada salí de la chichería me monte al Ford y proseguí mi camino. El sueño me vencía y esa madrugada terminé estrellándome contra un árbol, el golpe en la cabeza me produjo esa propensión a la locura que me acompaño durante los próximos años en los que el olvido se apodero de mi mente.

En la mañana de un abril de 1988 cuando veía morir a un par de muchachos de los que mi padre llamaba “Gentes” sentí la tristeza de un pueblo que se niega a morir en el olvido. Al año siguiente abandonaba el mundo material.

Con la mente despejada y aun en el viejo Ford. Veía a la ladera del camino el árbol en el cual me había estrellado. Toque la herida que seguía sangrando.

Mi padre me llevaba finalmente a algún lado. – quizás para liberarme- pensé algo esperanzado. Paró el camión y se bajó. Lo seguí. En la puerta principal había un aviso oxidado: ESTACIÓN DE FERROCARRIL NORDESTE”. Caminé bajo el pórtico. Era un gran salón oscuro, su piso en piedra era testigo de muchos pasos. En el centro, una fuente de piedra en desuso y en la esquina posterior otra puerta grande antecedida de una pequeña taquilla. Al penetrar en el lugar, volaron pájaros entre los troncos del techo, casi a punto de caer. De nuevo las telarañas, como espesas cortinas.

-Ellas son las alas del velero que nos lleva por el rio subterráneo donde van los muertos- .Dijo mi padre.

Al acercarme a la fuente, escuche a un niño jugar, un llamado de su madre y los consecuentes pasos alejándose. Escuche gente sonreír, hablar y el silbato del tren anunciando su partida. En la taquilla, un huraño servidor de gafas redondas me miró diciéndome con algo de poder: -¡Que espera, el tren está a punto de partir! ¡A trabajar, a trabajar! ¡Estos indios no sirven sino para estorbar¡ El oficio me pareció familiar, al rato me encontraba atizando el fuego y el momento me conmovió. No me cansé, era un instante que se repetía tan rutinario que me distraje por completo. Pasarían horas, días, tal vez semanas… el tiempo ya no existe. Somos presencia milenaria. Regresamos a nuestra antigua labor, comprendí porque a los caciques los enterraban con sus objetos: para continuar con su vida cotidiana. Siempre quise que me enterraran con la pala de mi padre, hoy comprendo que también fue mía.

Prendimos un tabaco. Nuestras palas penetraron fuertemente el carbón. Las llamas pronto se expandieron por las paredes del horno. Se torno rojo el panorama. Sentí su calor. La sangre hervía. Escuchamos las ruedas chasquear a coro. El sonido palpitante avisó la partida. El tren arrancó paralizado en el espacio, perpetuando escenas atrapadas en el tiempo. Frió como hierro abandonado a la intemperie. Firme como un monumento de pueblo…miré a mi padre y le hablé: Después de la muerte y justo antes del olvido. Después de desperdiciar generaciones alimentando las voraces fauces de un mecanismo que nos aliena… Me pregunto:

¿Qué nuevo fantasma recorre al mundo?

- Los actuales Muyskas- Respondió- Los actuales Muyskas  ¡¡¡¡¡¡¡¡-

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